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El impacto arancelario

Después de mucho tiempo, nuestro país ha decidido volver a usar una herramienta que creíamos descontinuada y archivada en los libros de historia económica: los aranceles. A partir de 2026, entrarán en vigor nuevas tarifas a miles de productos asiáticos. La decisión abre un debate necesario: ¿estamos protegiendo nuestra planta productiva o encareciendo nuestro propio futuro?
Durante décadas, México apostó por la apertura comercial como vía de crecimiento. La lógica era clara: competir, integrarse y especializarse. Hoy el contexto global se ha vuelto más complejo. La sobreoferta de productos asiáticos y la sospecha de prácticas desleales han puesto en aprietos a algunos productores nacionales y nos han indispuesto con nuestro socio del norte. Desde esa óptica, los aranceles parecen una defensa legítima.
Hay, sin duda, beneficios potenciales. Elevar el costo de importaciones baratas puede abrir espacio a productores mexicanos, fortalecer cadenas de proveeduría local y estimular la sustitución de importaciones. También puede enviar una señal clara: México no quiere ser solo un mercado de consumo, sino un país que produce, transforma y agrega valor. El gobierno también aumenta sus ingresos y pudiera reducir su endeudamiento.
Pero la economía rara vez ofrece soluciones sin costo. Muchos de los productos gravados no son bienes finales, sino insumos intermedios: componentes electrónicos, partes industriales, maquinaria. Encarecerlos implica elevar los costos de producción de empresas mexicanas que compiten, exportan y generan empleo. El riesgo es evidente: precios más altos, menor competitividad y presiones inflacionarias que terminan pagando los hogares.
El argumento de la protección a sectores estratégicos como el automotriz se desvanece cuando nos damos cuenta que casi el 90% de la producción nacional de vehículos no se consume en México, sino se exporta.
Existe además un peligro más sutil: confundir protección con progreso. Los aranceles pueden dar oxígeno temporal, pero no sustituyen la inversión en productividad, innovación, infraestructura ni capital humano. Si la protección no viene acompañada de una política industrial inteligente, el resultado puede ser industrias cómodas, poco eficientes y dependientes del muro arancelario. Ya padecimos algo similar el siglo pasado.
Tampoco debe ignorarse el impacto geopolítico. China y otros países asiáticos no son actores menores. Tensar relaciones comerciales puede traer represalias, cerrar mercados y añadir incertidumbre a un mundo ya fragmentado. En un planeta donde las cadenas de valor cruzan fronteras, aislarse tiene costos reales.
Los aranceles, al igual que los impuestos, generan disrtorciones, destruyen valor y limitan el consumo de millones de familias. El costo social a pagar será alto. Ojala lo capitalicemos en la renegociación del T-MEC, en la generación de una política industrial adecuada y en una actitud tranformadora de nuestra planta productiva.

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